Don Román Cruz Ríos, recuerda…
Ah, mis hijos… ustedes no se imaginan lo que fue aquel 2 de octubre del ’47. Yo era joven entonces, y todavía siento en el pecho el temblor de aquel día cuando el silbato del tren sonó por primera vez en nuestras tierras.
Mire, el sol rajaba la tierra ese jueves, y desde temprano el pueblo entero andaba alborotado. Las mujeres se habían puesto sus mejores vestidos, los changos corrían des-calzos por el camino, y los hombres se acomodaban el sombrero con una mezcla de nervios y alegría. No era para menos… ¡Después de tantos años de espera, por fin llegaba la locomotora 769!
Decían que venía desde lejos, arrastrando el sueño del progreso. Y cuando la vimos aparecer, envuelta en humo y en esperanza, el corazón se nos salió del pecho. Algunos lloraban, otros gritaban, y los más viejos levantaban los brazos al cielo como dando gra-cias.
Yo recuerdo clarito… el silbato sonó largo, como si saludara al Chaco entero, y el eco se fue perdiendo entre los algarrobos y los quebrachos. La gente agitaba pañuelos, los niños corrían al lado de los rieles, y hasta los perros parecían festejar.

La estación todavía no estaba terminada, pero a nadie le importó. Esa tarde, Yacuiba fue el centro del mundo. El tren se detuvo despacito, y cuando el maquinista asomó la cabeza, todos le aplaudimos como si fuera un héroe. Era el símbolo de que el Chaco ya no estaba solo, que desde ese día tendríamos camino para ir y venir, para soñar y crecer.
Ah… qué día, mis hijos. El tren trajo más que hierro y humo: trajo esperanza, trajo unión.
Desde entonces, cada vez que escucho un silbato de locomotora, cierro los ojos y vuelvo a sentir aquel aire caliente, aquella alegría compartida… el orgullo de haber visto entrar al progreso por las puertas de nuestra tierra chaqueña.
Ah, mis hijos… después de aquel día, nada volvió a ser igual. El silbato de la locomotora no solo trajo ruido y humo —trajo vida nueva.
Antes del tren, Yacuiba era un rincón apartado, un pueblo de calles de tierra y noches silenciosas donde el viento del monte era el único visitante. Pero cuando los rieles llegaron, empezaron a llegar también los sueños. Venían gentes de otras tierras: comerciantes, obreros, maestros… todos buscando un pedazo de futuro.

La estación se convirtió en el corazón del pueblo. Desde temprano se oía el trajín: las voces de los cargadores, el martilleo de los mecánicos, las risas de los vendedores ambulantes que ofrecían empanadas calientes, y el saludo alegre de los que esperaban cartas o encomiendas.
Con el tren llegaron los productos que antes parecían imposibles: azúcar, harina, telas, herramientas. Pero también llegaron los libros, las noticias, la música de otros lugares. Y poco a poco, el pueblo fue cambiando: se levantaron casas nuevas, aparecieron las primeras tiendas grandes, y las calles comenzaron a llenarse de movimiento.
Recuerdo que, en las noches, la gente se reunía en los bancos frente a la estación solo para ver pasar el tren de las ocho. Era como mirar el futuro pasar frente a los ojos, ilumi-nado por el fuego de la caldera.
El tren nos dio más que progreso; nos enseñó a soñar distinto. Los chaqueños aprendimos que podíamos ir lejos, pero también que nuestro pueblo era digno de ser visitado, conocido y querido.
Hoy, cuando paso por las vías y ya casi no suena el silbato, cierro los ojos y todavía escucho aquel rumor lejano.
Porque, aunque los trenes cambien de rumbo, el eco de aquel 2 de octubre de 1947 sigue vivo en el corazón del pueblo, recordándonos que ese día, Yacuiba se subió al tren del porvenir. (Versión contada por Nancy Cruz).
Vía Walter del Carpio